lunes, 8 de marzo de 2010

Reseña de La escalera de caracol y otros poemas, de W. B. Yeats, por Antonio Linares Familiar

LA ESCALERA DE CARACOL de William Butler Yeats

Poeta, crítico literario y traductor

      Antonio Linares esperando al tranvía



   En 1933 William Butler Yeats publica La Escalera de Caracol, seis años antes de su muerte y en un momento no sólo de madurez creativa, sino también cargado y renovado en sus energías vitales y de creador tras superar una enfermedad. La Escalera de Caracol supone, dentro de la poética del autor irlandés, una prolongación de La Torre (1928) ambas obras se  complementan, se acompañan y crecen en intensidad y significado a la par. En los dos textos encontramos, como si fueran sombras el uno del otro, poemas gemelos en temática y simbología;  si en La Torre aparecen, entre otros, ‘Navegando hacia Bizancio’, ‘La Torre’, ‘Mi mesa’ o ‘Un hombre joven y anciano’, en La Escalera de Caracol son ‘Bizancio’, ‘La sangre y la luna’, ‘Un diálogo entre el ser y el alma’ o ‘Una mujer joven y anciana’ sus iguales. Mas es en La Escalera de Caracol donde Yeats avanza en su evolución creativa, donde hace que cada ornamento, cada riqueza de detalle se desvanezca en un fondo oscuro, donde sólo unos pocos objetos (la torre, la llama, la espada…) brillan con una claridad que trasciende de lo natural. Lo que en La Torre era un mundo pleno donde los símbolos se desarrollaban a través de un creciente significado del paisaje, del mobiliario, de coloridos cuadros, se torna, en La Escalera de Caracol, en un universo empequeñecido y doloroso, sin adornos, en blanco y negro, donde los vórtices están en un punto de máxima tensión y parece poco posible representar una imagen humana en un dominio en el que elementos externos al hombre le agitan, mueven y rasgan en una geografía oscura y nocturna.

Es una época en la que el poeta experimenta el verdadero significado de su afirmación “la conciencia es conflicto” y en la que inicia el trabajo de dotar a su obra de un nuevo carácter físico, una nueva solidez del cuerpo, en un intento de “llevar la realización de la belleza tan lejos como sea posible”

La Escalera de Caracol es un poemario con una estructura circular: en su principio y en su final, el nóbel irlandés parece intentar librar algunas imágenes de la perfección del paso del tiempo, mantenerlos aislados a lo caduco y perecedero; sin embargo entre ese ejercicio surge, de la mano del poeta, una celebración de lo inacabado, de lo feo, de lo que sucumbe al tiempo, donde el autor parece querer afirmar el valor de la vida en todo su frenesí, como si la energía de vivir y de lo vivido, fueran un gozo en si mismos. Yeats quiere potenciar, así, la fuerza del cuerpo más que la de la belleza; lejos de perder las sensaciones de la carne, parece apelar a todas las terminaciones nerviosas y sensoriales; de este modo intenta representar, de la manera más completa posible, la experiencia física y los cambios que provoca, seguro de su poder para usar las palabras como el equivalente del cuerpo humano, dotándolas de una carga, cada vez mayor, de simbolismo.

Este poemario es, también, la prolongación de un esfuerzo, por parte del poeta, de construirse un refugio, una edificación de palabras donde acudir y vivir; si en La Torre Yeats intentó reconstruir con sus palabras su casa de Thoor Ballylee (en el condado de Galway), en el libro del que hablamos continúa ese proyecto y lo prolonga y proyecta hacia otros lugares como Coole Park, la mansión de su íntima amiga Lady Augusta Gregory, Lisadell, el hogar de las hermanas Gore-Booth, o Santa Sofía de Estambul, entre otros, y allí no sólo refugiarse el poeta, sino también un lugar de encuentro para amigos, compañeros o figuras que le precedieron tales como John M. Synge, Jonathan Swift, el filósofo George Berkeley, el poeta y político Douglas Hyde o el filántropo Sir Hugh Lane.

Aparece ahora publicada su traducción en Ediciones Linteo, una edición realizada con mimo por parte de los editores que han cuidado y facilitado todos los detalles durante la elaboración de este proyecto.




Antonio Linares Familiar es profesor de inglés, poeta y traductor, autor de Bajo la sombra de mil vidas, parte de su obra está incluida en las antologías: Quinta del 63, Rivas Cuenta y La Voz y la Escritura. Como traductor tiene publicada La Escalera de Caracol y otros poemas de W.B. Yeats.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Reseña del libro El sueño del monóxido, de J. Daniel García , por Ester Astudillo


Una cadena de despropósitos
   Por Ester Astudillo

El sueño del monóxido, de J. Daniel García, efectivamente no encaja en la categoría de ‘Novedades editoriales’ (data de 2006), sección que suele promocionar, o cuanto menos justificar, ese género hostil y ubicuo llamado ‘reseña literaria’, pasto para quienes aspirando a la creación apuntan bajo, y/o para quienes ni aspiran ni apuntan pero se ganan así la vida; e incluso para quienes con gracejo y bonhomía lo cultivamos por amor al arte –entiéndase, por favor, en su doble acepción. Dicho sea de paso que el poemario en cuestión se merece mucho más que estas tristes líneas, y tal vez incluso se lo granjearon en su justa medida y a su debido tiempo.


A riesgo que parezca que digreso, citaré que hace un tiempo un libro de esos que propugnan el autoconocimiento y autoadiestramiento emocional me hizo creer en la máxima de que todo acto de agresividad y/o rabia dirigida hacia afuera esconde en el fondo un intenso sentimiento de tristeza. El individuo, decía el autor de nombre incógnito, desconoce el sentimiento genuino que le embarga porque aquel se encuentra enmascarado bajo la ira, auspiciada en detrimento de la tristeza por oscuros mecanismos de defensa en los que no me voy a extender y que sólo apunto que tienen que ver con el autoconcepto y, por ende, con que al sujeto le resulte más aceptable una conducta propia airada que melancólica. Y que diga esto no es gratuito, aunque lo parezca. El poemario de J. Daniel destila rabia, una rabia no exenta de dulzura ni diría que tampoco de tristeza, ambas en las dosis precisas. Y la cosa es que hoy estoy convencida del argumento inverso: que es la tristeza y la depresión la que enmascara siempre un sentimiento de rabia.

Intenso, directo, breve, sorprendente, El sueño es una espléndida muestra de la hibridación en el mundo entre lo inicuo y lo inocuo y de la falsedad de las apariencias: muestra cómo la belleza muerde –o bien que un mordisco puede ser bello-, igual que muerde el amor, o como ambivalentes son las flores del mal. La del monóxido, es bien sabido, es una muerte dulce, pero no por ello menos letal. Y Daniel además retrata a dios como un capullo cobarde con el rabo... entre las piernas.

Las páginas -pocas, las necesarias- hacen un bello recorrido por la muerte a través de sucintos personajes, algunos poco más que desechos urbanos, magistralmente apuntalados antes que descritos, y de su búsqueda personal de Thanatos como amante ideal. Con técnica casi impresionista-realista y en rigurosa tercera persona hasta el pronombre ‘mi’ del penúltimo poema, que visibiliza al narrador, Daniel sugiere un universo de desdicha y desventura, no esencialmente amorosa, como la causa del suicidio de sus desgraciadas criaturas. Aunque no es la autoinfligida la única muerte aludida. El monóxido es sólo el arma homicida arquetípica cuando hay un deseo expreso de muerte propia, y en eso se ampara el autor para sugerirlo sólo con el término –que el título se refiera al sueño subraya la vertiente más ‘dulce’ –o ambivalente- de esa decisión inexorable e irreversible, y apunta también quizás a la interpretación clásica de la vida como sueño. Quizá la vida sin más no sea más que otro sueño azul de una ponzoña cualquier a la que todos somos adictos.

Pero gas fue también el arma letal en la extinción masiva judía y así lo señala Daniel, con la magistral elegancia de hacerlo sin apuntarlo más que a través de las flores que relata que se constató científicamente (si es cierto o no no tiene la menor importancia) que nacieron de las cenizas de los despojos humanos en los campos de exterminio. Flores, ese arma de doble filo (tales como la amapola, o la belladona, a partes iguales atractivas y venenosas) tan deficientemente retratada por la literatura más tópica –y de ahí el éxito de la fórmula de Baudelaire en Las flores del mal. Y de ahí también la postura de rebelión de Daniel, que se aleja de la parálisis depresiva antes señalada y parece en cambio reivindicar la rabia que echa en falta en las criaturas que retrata y que dejan de luchar.

Flores, monóxido, drogas, vida: un potencial de belleza y disfrute que puede hincar los dientes hasta la médula y resultar fatal. Y la metáfora de las flores Rosáceas brotando a partir de las cenizas de los cadáveres cremados no deja lugar a dudas: la vida a partir de la muerte… a partir de la vida. Una insuperable y brutal cadena de despropósitos.
 Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos)


Por cortesia del blog Set Veus/Siete Voces, aún podemos leer más sobre J. Daniel García.